martes, 22 de noviembre de 2011

Añoranzas de la sierra

Miro hacia atrás y me acuerdo de cuando era joven, que diferente forma de ver las cosas y de divertirse.
Me crié en una aldea fundida con la montaña, mi paisaje favorito era cuando llegaba el atardecer. Iba a la era a sentarme en cualquier piedra para poder admirar el bello espectáculo. No había nada tan bonito como eso. Observaba como el cielo cambiaba de colores y adquiría ese matiz anaranjado y rosa.
La aldea preparaba sus propias fiestas, entre ellas la de los mayos. Se organizaba un pequeño sorteo, se ponían en dos espuertillas los nombres de todos los jóvenes del pueblo.  Elegían dos nombres y las dos personas que les tocaba ese mes tenían que hablar y también bailar juntos en las fiestas.
No se sabía cómo lo hacían los adultos, que siempre te tocaba bailar con ese chico que tus padres decían que era bueno.
 Un revuelo crecía en la pequeña aldea,  era la hora del baile y todas las chicas querían estar guapas y sorprender  a los muchachos.
Cuando les cuento a mis hijas que no teníamos tanta libertad como ellas tienen me miran con cara rara, no se dan cuenta de que la vida ha cambiado y mucho.
Pero el encanto de antaño se ha consumido en una sociedad de consumismo y depravación. Anhelo la vida en la aldea, esas inocentes fiestas y la sencillez de las gentes. Pero sobretodo la bondad que había entre las personas.
Era gratificante el ver a todas las personas unidas en torno a algo, ayudar a construir una casa, reparar algo; en fin había infinidad de tareas en las que se apreciaba la colaboración. Luego hacían una comida conjunta para agradecer la ayuda.
En esta sociedad de ahora se han olvidado algunos valores importantes.
Cuando tenía quince años celebramos los panizos, nos reunimos todos en casa de Carmen. Teníamos trabajo pero íbamos contentas, mientras pelábamos el panizo para ver el color de sus granos porque era como un juego. Los muchachos eran los más nerviosos porque se jugaban el mayor premio, podían abrazar a una muchacha. Era el único símbolo de cariño entre los jóvenes y los padres no podían decir nada, era la fiesta y era una tradición. Fuera de eso estaba casi prohibido ver a una chica y a un chico juntos. Y si se les veía, la sombra del padre o de la madre los observaba desde cerca.
Aún recuerdo mi primer  baile en el que conocí al que hoy es mi marido, me engalané especialmente para verle pues era el chico más alto y más guapo de la aldea. Casi todas las chicas estábamos medio enamoradas de él. Antes un sujetador era raro, porque era un artículo muy caro y a muy pocas su madre se los compraban. En esa fiesta Carmen y yo, junto a una prima más mayor nos confeccionamos uno, entre risas y parloteo, queríamos ir monas para agradar a los chicos. A veces venían de otras aldeas a conocer  a las chicas de allí.
Recuerdo que Carmen se colocó un puñado de avena dentro del sostén para aumentar su tamaño, era la que menos pecho tenía y en estas ocasiones se acomplejaba un poco.  Durante el baile se le cayó el postizo y se puso roja como la grana. Todos se rieron, pero no supieron nunca de quien era.
 Al día siguiente mientras lavábamos, nuestras madres nos mandaban a lavar al día siguiente de una fiesta muy temprano según ellas para no acostumbrarnos a la pereza, en la fuente los mayores nos decían que a alguna se nos había caído una mamia. Todas dijimos que no sabíamos nada y aún hoy puedo oír el eco de nuestras jóvenes e inocentes risas Es uno de los recuerdos más graciosos que atesoro.
Mis hijas no entienden el porqué algunas madres no compraban sujetadores. Para ellas era una abominación ese signo de modernidad.
Las mujeres, entre ellas mi madre, se aferraban a un estilo de vida. Basado en la simpleza de las formas, la comodidad y el deber para con el marido y la familia.
Para ellas el marido era la figura clave de la casa, el cabeza de familia. Sin el permiso del cual no se podía mover  ni un  alfiler en la casa.
Que diferente de ahora, la mujer hace y deshace a su libre albedrío. Sin contar con la ayuda o la opinión de un hombre.
Recuerdo una vez cuando mi madre y  yo fuimos a recoger leña al barranco del “desposao”. En los aledaños había un montón de hombres amontonando piedras sobre un montículo en la tierra.
Mi madre me explicó que estaban haciendo caleras. Era realmente un arte hacerlas pues de ellas dependían su provisión de cal para hacer las casas. Aprovechaban un pequeño montículo en la tierra y excavaban un pequeño pasadizo en el cual metían leña, la cubrían de piedras calizas y la hacían arder. Tapaban todo ello con más piedras y ramas y aquello alcanzaba una temperatura considerable. Así conseguían que la piedra se deshiciera en polvo blanco, la cal.
Aún no habíamos llegado a esos lindes cuando se nos acercó un hombre diciéndonos que no podíamos continuar, ya que la cal corría peligro de malograrse si alguna de las dos tenía el período y ante la duda no dejaban acercarse a ninguna mujer.
Cuanta ignorancia y cuanta discriminación en aquellas fechas.
Yo ingenua de mí no lo entendía, pero mi madre agachó la cabeza y obedeció al hombre sin rechistar.
Era algo que habían visto desde siempre y para ellas era normal obedecer a los hombres, estaban completamente rebajadas a ellos.
Sobretodo la generación de mi madre, pero más aún la de mi abuela. Vivía para y por su marido, aún cuando él la discriminaba de todas las maneras posibles.
Cuan diferente de mi generación, que éramos más permisivos. Ya que la mujer estudiaba para tener un trabajo mejor.
Rememoro el día en que mi marido se declaró, era pascua y todos los jóvenes la pasábamos juntos. Cerca del pueblo había una gran pinada e íbamos allí para comernos el hornazo.
Era una gran ocasión, todos juntos en armonía y felicidad. Fue en aquella ocasión en la que él se deshizo en elogios y palabras hermosas.
Hay tantos recuerdos bonitos, que añoro cada uno de ellos, ya que la vida ya no es la misma.